domingo, 2 de octubre de 2011

En defensa del lenguaje

Para aquellos que preguntan cada año para qué sirve estudiar "lengua" os dejo aquí algunos textos de Pedro Salinas de su libro El defensor que, aparte de contestar a la pregunta, os pueden servir para preparar el próximo examen de comentario:

Poder de la palabra


Parece ser que al hombre le preocupa su lengua. ¿Por qué será? ¿Por pura curiosidad intelectual, por urgencia desinteresada de su mente? No lo creo.

Le preocupa por una motivación profundamente vital. Le preocupa porque se ha dado cuenta del poder fabuloso, y en cierto modo misterioso, contenido en esas leves celdillas sonoras de la palabra. Porque las palabras, las más grandes y significativas, encierran en sí una fuerza de expansión, una potencia irradiadora, de mayor alcance que la fuerza física inclusa en la bomba, en la granada. Por ejemplo, cuando los revolucionarios franceses lanzaron desde lo alto de las ruinas de La Bastilla al mundo entero su lema trino «libertad, igualdad, fraternidad», esos tres vocablos provocaron, no en París, no en Francia, no en Europa, sino en el mundo entero, una deflagración tal en las capas de aire de la historia, que desde entonces millones de hombres vivieron o murieron, por ellos o contra ellos; y ellos siguen haciendo vivir o morir hoy día.

Ha percibido el hombre moderno, quizá un poco tarde, acaso todavía a tiempo, que las palabras poseen doble potencia: una letal y otra vivificante. Un secreto poder de muerte, parejo con otro poder de vida; que contienen, inseparables, dos realidades contrarias: la verdad y la mentira, y por eso ofrecen a los hombres lo mismo la ocasión de engañar que la de aclarar, igual la capacidad de confundir y extraviar que la de iluminar y encaminar. En la materia amorfa de los vocablos se libra, como en todo el vasto campo de la naturaleza humana, la lucha entre los dos principios, el del bien y el mal.

Acaso sienten hoy muchos hombres que se les ha empujado al margen del derrumbadero en que hoy está el mundo por el uso vicioso de las palabras, por las falacias deliberadas de los políticos que envolvían designios viles en palabras nobles. La palabra es luz, sí. Luz que alguien en el aire oscuro lleva. El hombre conoce la facultad guiadora de la luz, se va tras ella. ¿Adónde llega? Adonde quiera la voluntad del hombre que empuña el farol. Porque siguiendo esa luz, igualmente podemos arribar a lugar salvo que a la muerte. Todo depende de la recta o torcida intención del que la maneja. Ojalá sea cierto que las gentes han descubierto ya, ¡y a qué coste!, que las palabras, oídas sin discernimiento, comprendidas a medias, vistas solo por un lado, se les atrae a la muerte, como atrae al pájaro, por el diestro manejo del espejuelo, el cazador. Porque si así fuera el hombre contemporáneo se decidiría ya de una vez a cobrar plena conciencia de su idioma, a conocerle en sus tondos y delicadezas, para, de ese modo, prevenirse contra los embaucadores de mayor o menor cuantía que deseen prevalerse de su inconsciencia idiomática para empujarles a la acción errónea.

La palabra y la paz.


La lengua posee un valor incomparable para la vida del ser humano y para los fines de una sociedad pacífica y fecunda. No hay duda de que en la palabra cordial e inteligente tiene la violencia su peor enemigo. ¿Qué es el refrán español de “hablando se entiende la gente” sino una invitación a resolver por medio de la palabra los antagonismos?

Las instituciones creadas para que los asuntos públicos sean regidos por el consenso de muchos, y no por voluntad de uno, se llaman desde la Edad Media parlamentos, lugar donde se habla. Para solicitar la suspensión de la lucha, se envía un parlamentario. Se ha advertido que el dictador más conspicuo de la Historia, el Canciller Hitler, desmesura el lenguaje humano y, sacándolo del noble tono de la elocución normal, lo lleva al rugido, al grito histérico y a los efectos fonéticos animales.

Cabe la esperanza de que cuando los hombres hablen mejor, mejor se sentirán en compañía, se entenderán más delicadamente. La lengua es siempre una potencia vinculadora, pero su energía vinculadora está en razón directa de lo bien que se hable, de la capacidad del hablante para poner en palabras propias su pensamiento y sus afectos. Solo cuando se agota la esperanza en el poder suasorio del habla, en su fuerza de convencimiento, rebrillan las armas y se inicia la violencia.